Crecí en la famosa Helmholtzplatz de Prenzlauerberg. Entonces, era un barrio muy proletario. Vivía en un departamento modesto con mis padres y mi hermana pequeña. En el Berlín socialista, la plaza era muy diferente a la de hoy: monocromática, gris. No circulaban casi coches, tampoco existían los cafés repletos de hípsters que rodean la plaza en la actualidad. Había pocos negocios, los necesarios: una panadería, un pequeño supermercado, un bar.
Mi padre era miembro del SED y, durante la Segunda Guerra Mundial, había sido un simpatizante nazi. Digamos que era un camaleón muy dúctil en regímenes autoritarios. Hoy vota a AfD. Durante muchos años trabajó para el mercado exterior del régimen como comerciante de bombas de motores diésel producidas en la RDA. Estas eran mucho más asequibles que las italianas o las de la Alemania Federal.
La exportación era una de las principales vías que tenía la Alemania Oriental para conseguir divisa extranjera potente. Gracias al trabajo de mi padre, tuve la suerte de poder viajar a Argelia, Líbano o al Irán de los tiempos del Sha. Conocí el mundo capitalista y pude poner en mejor perspectiva lo que significaba vivir bajo el socialismo.
Por otro lado, era un privilegiado por tener familia en la Alemania Occidental. Cuando venían de visita, me traían ropa, juguetes o lápices de dibujo de calidad. En la plaza, era la envidia de todos cuando bajaba a jugar con mis LEGO.
Sin embargo, por mucho que me sintiera un aventajado, pronto me quedó claro que algo no andaba bien, que existía una suerte de esquizofrenia generalizada asumida por todos. Adultos y niños.
Mis padres leían a escondidas la revista Spiegel y yo tenía prohibido llevarme al colegio los cómics de Micky Mouse, o contar en clase, por ejemplo, que había visto la última película de James Bond. Obviamente, se había emitido en la televisión occidental y nadie tenía por qué enterarse de que la veíamos. Aunque la mayoría, lo hacía.
Excepto, eso sí, los que vivían en las "remotas" tierras de Dresde y Greifswald, en el noreste y sureste del país. Allí solo se podía sintonizar la DFF, la emisora del régimen. A aquellas zonas las llamábamos el “Tal der Ahnungslosen”, el "valle de los que no se enteran de nada": o se lo creían todo a pies juntillas, o no se creían absolutamente nada. No fueron influenciados mediáticamente por Occidente, ni por la idea del consumo o la riqueza como el adalid de la felicidad. Creo que el poder actual de la ultraderecha anti-establishment en esas regiones está fuertemente ligado a esos 40 años de segregación mediática.
![](tal.png?classes=caption "Mapa de la República Democrática Alemana en la que se señala, en negro, los rincones a los que no llegaban las emisoras occidentales. El 'valle de los que no se enteran de nada'".)
Mi madre era profesora de historia y lenguas germánicas en un colegio. Le encantaba explicarme cosas cuando paseábamos por la ciudad. Un día, caminando en paralelo al muro que pasaba por la Bernauerstrasse, me explicó que cuando estudiaba en la universidad Humboldt y aún no existía el muro, el tranvía la llevaba directamente a través de esa calle hasta la puerta de clase. Y entonces se quejaba de que, para hacer el mismo recorrido, tenía que desviarse por Alexanderplatz y tardaba el doble de tiempo.
Fue la primera vez en la que el muro no solo se hizo presente en mi conciencia, sino que además se convirtió en interrogante. Entonces le pregunté:
“¿Y por qué no podemos cruzar al otro lado? ¿Es que los de allí no nos dejan entrar?”
A ella le cambió la cara y, con semblante serio, me respondió:
"No es que los de allá no nos dejen cruzar, cariño. Los de aquí no nos dejan salir. Estamos encerrados".
Sólo los jubilados, diplomáticos, deportistas de élite y algún que otro artista podían cruzar la frontera. Como mi vecino. Era un músico de jazz famoso y le permitieron ir al Berlín Oeste a tocar en un concierto. Tuvo que dejar a su mujer y a sus hijos en casa. Era la garantía que tenía el régimen de que volvería. Era como una fianza. Los que no tenían familia, lo tenían mucho más negro.
Peor se lo pusieron al cantautor Wolf Biermann, conocido por airear sobre el escenario sus reproches al estalinismo. En 1976 le otorgaron un visado de salida para tocar en Hamburgo (RFA) y, cuando quiso volver, le requisaron el pasaporte y nunca más le permitieron entrar. El caso de Biermann fue un escarnio público y un punto de inflexión. Despertó protestas en ambos lados del muro. Recuerdo que mi madre lo conocía. La RDA enviaba un mensaje claro a todos los artistas: cero tolerancia al que se pase de la raya.
La figura más retorcida de aquella sociedad, de por sí, enferma, era la del "Inoffizieller Mittarbeiter" (IM), el "trabajador extraoficial" de la Stasi. Los chivatos del Estado, vamos. Constituían un 3% de la población. Uno tenía que tener cuidado con lo que decía públicamente, no fuera a ser que alguien del entorno fuera IM y lo denunciara. Estaban infiltrados en todos los ámbitos, en todos los círculos. Su principal misión era reportar quiénes eran los "traidores a la patria".
A partir de los 17 años, me obsesioné con averiguar quién era informante en mi entorno. Se cree que había dos por cada clase. Después de la caída del muro, y con la desclasificación de los Akte, hubo una especie de "caza de brujas" contra los que habían sido informadores. Algunos tuvieron que enfrentarse a la justicia. Otros descubrieron que un familiar, un amigo o la pareja con la que se estaban acostando había revelado a la Stasi sus detalles más íntimos.
He de reconocer que durante los primeros años en la RDA podíamos disfrutar de una calidad de vida aceptable: todos teníamos acceso a una nueva vivienda, no había prácticamente desempleo, la educación era gratuita y la sanidad, universal. Como podíamos sintonizar la televisión occidental, también estábamos al tanto de las calamidades que acompañan al capitalismo del otro lado del muro: criminalidad, desempleo, explotación ecológica, precariedad laboral, tráfico de personas...
Pero cuando llegaron los ochenta, la situación cambió. El Estado estaba al borde de la bancarrota. Empezó a decaer la oferta de suministros. Todo estaba viejo y obsoleto. Daba la sensación de que nos habíamos quedado anclados en el pasado. No se veían mejoras sociales. La sensación generalizada era la de que los “Wessis” vivían mejor.
El conformismo inicial pasó a convertirse en un descontento social cada vez más latente. Además, Gorbachov ya estaba en el poder en Moscú. Su revolucionaria visión política inspiró a mucha gente como a mí. Nos devolvió la esperanza en la política. De repente, se volvió realista exigir una revisión democrática del sistema, una mayor libertad económica e individual, y poder viajar libremente.
Como muchos otros, no llegué a terminar el servicio militar. Me echaron por mis ideas políticamente “incorrectas”.
Cuando tuve que elegir universidad, tenía claro que quería salir de Berlín. Necesitaba cambiar de aires. Decidí irme a Rostock, una ciudad portuaria, a orillas del mar Báltico, en la costa opuesta a Dinamarca. Junto con Leipzig, eran, además de Berlín Este, las ciudades de la RDA con más vidilla. Rostock por el puerto y Leipzig por su famosa feria industrial. Me matriculé en la carrera de Agronomía. A los pocos meses, encontré unas prácticas y me puse enseguida a trabajar. Vivía muy bien. Ganaba unos 1000 Ostmark, de alquiler pagaba 30 y para comida solo necesitaba 50. Casi todo estaba subvencionado por el Estado.
Lo que no estaba garantizado por el Estado era la libertad de expresión ni el pluralismo electoral. Solo podíamos votar una lista única presentada por el “Frente Popular”, la coalición formada por todos los partidos que tenían representación en el parlamento: el SED, los liberales del LDPD, los exnazis del NDPD, la CDU y otras organizaciones sociales. Pero, obviamente, eran los primeros los que movían todo el cotarro, los que tenían casi el 90% de todos los representantes asegurados.
Como solo se podía votar a esa lista, las elecciones se convirtieron en una especie de referéndum en el que tu elección se reducía a un “SÍ” o un “NO”. Votar a favor era rápido y fácil: doblabas la papeleta y la metías en la urna. Pero si querías votar en contra, tenías que tachar uno por uno los nombres de todos los candidatos, lo que hacía que el tiempo que pasabas en la cabina fuera, en sí mismo, un indicador. Aquello te delataba, y quienes estaban en el colegio electoral podían hacerlo saber a sus superiores.
Estábamos hartos. Así que, en las elecciones municipales del 7 de mayo de 1989, se organizó un boicot. Muchos nos negamos a votar. La mayoría éramos estudiantes. Aquella fue la primera vez en la historia de la RDA en que ciudadanos independientes se autoorganizaron para hacer un recuento de votos independiente, a pie de urna. Hubo muchísima abstención. Sin embargo, aquella noche tuvimos que tragar como Egon Krenz, quien pocos meses después dirigiría el país, anunciaba sorpresivamente una participación de un 98,7% y una aprobación de un 98,85% de la lista única.
Era evidente que había habido un pucherazo. Los números no cuadraban. Aquello supuso un pistoletazo de salida para el movimiento por los derechos civiles en la RDA.
Pocos días después, recibí una carta en el buzón de la universidad en la que me pedían que me presentara cuanto antes en secretaría. Cuando llegué, una funcionaria me interrogó sobre mi abstención. Mi madre había fallecido recientemente, y pude justificarlo alegando que no me encontraba emocionalmente bien para salir de casa. Me la dejaron pasar. Tuve suerte. Otros compañeros corrieron peor destino y acabaron en el calabozo.
La situación era desesperante, pero nunca pensé en huir del país. No era de esos. Quería reformar la RDA desde dentro, convertirla en una pequeña nación socialista, al estilo Yugoslavia. Me daba miedo la envergadura de una Alemania unida y capitalista. Además, no quería que mi país fuera miembro de la OTAN.
Suplí mis inquietudes políticas en la Iglesia Evangélica, donde era activo desde niño. Si bien la RDA era un Estado laico que denostaba a la iglesia, esta no estaba censurada. En aquella época, muchas iglesias se volvieron puntos clandestinos de encuentro de grupos opositores: intelectuales, artistas, músicos. Organizábamos conciertos de jazz o rock, que llamábamos "Bluesmessen". Yo participé en varios en Berlín, como los de Ostkreuz. Allí disfrutábamos de libertad intelectual, cultural y política en intimidad. De vez en cuando, también se metía algún IM enviado por la Stasi a husmear. Y con razón.
Tras las actuaciones, charlábamos sobre los problemas del mundo, como la crisis medioambiental —ya era un tema entonces— o el accidente de Chernobyl, del que no informaron en la televisión estatal DFF. En los 80 comenzaron las verdaderas discusiones de reforma política que fueron el caldo de cultivo de las protestas que en 1989 acabarían brotando por todo el país.
Ante esas manifestaciones, el Estado reaccionaba cada vez con más violencia y represión.
La última vez que pisé Berlín antes de la caída del muro fue en octubre de ese mismo año. Se respiraba una atmósfera rara. Muchas viviendas de mi barrio, en Prenzlauerberg, estaban abandonadas; miles de personas habían dejado la ciudad en los últimos meses. Huían a través de Praga y Budapest. Reinaba un vacío penetrante. La violencia del Estado se agudizó. Algunos amigos míos berlineses habían acabado en el calabozo por participar en las protestas durante el 40 aniversario de la RDA, el 7 de octubre.
Poco antes, en septiembre, se había fundado uno de los grupos opositores clave en las protestas de los últimos meses: el “Neues Forum”, que agrupaba diversos sectores reformistas. “Foro Nuevo” fue el primer movimiento político en toda la RDA en estar completamente alejado de la Iglesia.
El colectivo exigía un diálogo abierto entre la población civil. Ya era hora de que escucharan lo que la gente opinaba. Sobre la mesa: libertad de expresión, transparencia de la clase política, elecciones libres o un mayor equilibrio entre el Estado y la economía. Se buscaba una apertura de nuestra maltrecha economía, pero no bajo la pauta del mercado global destructor, sino de forma ecológica y sostenible. Estábamos plantando las "semillas" de un nuevo mundo. El Estado nunca hizo caso a estos llamados y nos consideró desde el principio "enemigos nacionales" del socialismo.
Aquel famoso 9 de noviembre, participé por la tarde en un encuentro secreto en la iglesia San Nicolás de Rostock, donde analizamos la viabilidad del "Neues Forum". Éramos entre ochenta y cien personas. Leímos el manifiesto fundacional del movimiento y luego comenzamos una ronda de discusión. En particular, sobre cómo reformular las leyes para que, en un futuro gobierno reformista, tuviéramos garantizados varios derechos, como el de viajar fuera del área socialista. Pero eso no era lo único que nos interesaba. Había tanto por hacer y teníamos tantas ideas para transformar el país hacia un socialismo moderno...
🎥 [Norman ideaba formas de reformar políticamente la RDA en una reunión secreta en la iglesia San Nicolás de Rostock. Sobre las diez de la noche, entró por la puerta la noticia que nadie esperaba.]
¿Qué sentí? Decepción. Con la caída del muro, tal como cayó, la lucha por construir una alternativa política quedó en papel mojado.
Nuestro deseo era tener un muro franqueable, que le construyeran una puerta, pero no que desapareciera. Tras aquel 9 de noviembre, nos quedó claro que la RDA ya no iba a tener ninguna viabilidad como Estado.
Al volver de la iglesia, mi amigo Dirk y yo nos tiramos en el suelo de mi habitación, destrozados, descorazonados, mirando al techo. En la habitación contigua, escuchábamos a mi hermana conversando acaloradamente con una amiga. Se contaban emocionadas todo lo que se iban a poder comprar a partir de aquel día.
La primera vez que estuve en Berlín tras la caída del muro fue en diciembre de 1989. Tomé el metro por primera vez y salí en la estación de Birkenstraße. Me quedé alucinado cuando vi que muchas de las casas estaban tan deterioradas como en la parte oriental. Sí, la ciudad iba más rápido, brillaba con colores más intensos y luces parpadeantes. Los jóvenes tenían mucho más flow. A su lado, éramos unos mojigatos. Se notaba que su ropa era definitivamente mejor. Vi a punks de verdad, no como los que acostumbraba a ver en Berlín Este.
En Kreuzberg, me metí en una tienda de cómics e ingresé en el paraíso. En la RDA casi no había cómics, y mucho menos bandes dessinées francobelgas, que me chiflaban. Me dejé gran parte de mi Begrüßungsgeld (el dinero de bienvenida) en historietas de Astérix, Tintín y Moebius.
Por lo demás, la ciudad no me parecía tan diferente a mi Berlín. En cambio, Hamburgo fue otra cosa. Fui con mi amigo Dirk poco después de la caída del muro.
El contraste allí fue mucho mayor. Respirabas la riqueza de la ciudad. Para un "Ossi" como yo, todo me parecía muy chic, caro y elegante. Los amigos que visité, y que había conocido a través de la iglesia, aún vivían con sus padres. Tenían ordenadores, televisores, un sinfín de aparatos electrónicos.
Paseando por la ciudad, nos encontramos con una galería de Salvador Dalí. Para nosotros era todo un acontecimiento, ya que el surrealismo se consideraba demasiado subversivo en la RDA. Nos metimos en el museo y, sobre todo, recuerdo el cuadro de los relojes derretidos de Dalí, "La persistencia de la memoria". Nos quedamos un buen rato boquiabiertos, como dos imbéciles delante de él. En el fondo, pensé, éramos dos ciudadanos de un mundo que estaba irrefrenablemente sucumbiendo a la historia y aquel cuadro, nos estaba devolviendo el reflejo.
🗺️📍 Helmholtzplatz: La geolocalización de la historia marca la plaza donde Norman pasó su infancia. En la actualidad, Norman sigue viviendo en Prenzlauerberg.