Por Jorge Hoenig
Llegué a Berlín a finales de los setenta. El muro me impresionó: sus policías, sus alambres de púas, sus perros y su enorme franja de la muerte. Era algo insólito. Por supuesto había visto películas, había leído notas en diarios sobre la ciudad, pero no estaba preparado para saludar al muro cara a cara. Fue impactante y a la vez atractivo, fascinante para un periodista. Pensé: “Aquí va a pasar algo. Esto no puede quedar así para siempre”.
No fue difícil instalarme en Berlín Occidental. Había mucho piso desocupado. Era la época de las comunas. Entré a vivir en una muy loca cerca de Schlesisches Tor. Vi el anuncio en la revista Zitty. Era un edificio en ruinas en estado de abandono que gestionaban unos estudiantes. Dividíamos un alquiler de 500 DM entre cinco o seis personas. Era regalado. Viví toda la movida de Kreuzberg. Con sus bares, sus noches y sus movimientos protesta. Como los que lideraba Fritz Teuffel, cofundador de la “Kommune 1”.
Más tarde tuve que irme a París y en Roma por unos compromisos, pero la idea de Berlín no me abandonaba. Era como un imán.
Y volví. Era principios de los ochenta. Esta vez también me alojé en una comuna, pero en la Kantstrasse, con gente un poco más seria. Cerca del Zoo.
Lo sentía, un poco, como estar haciendo una locura. Berlín Occidental no era muy apetecible debido a su situación de isla amurallada. Imagínate, cada vez que había que salir de la ciudad por tierra, uno tenía que superar controles interminables. Tomar un avión me salía bastante caro. Estábamos aislados en el centro de la Alemania soviética. Por eso, el gobierno otorgó al principio muchas subvenciones a los estudiantes. Y exoneró a los chicos de hacer el servicio militar. Eso atrajo a muchos jóvenes desde la Alemania Occidental donde aún reinaba la vieja moral.
Pese al muro, la gente se sentía libre. Reinaba una suerte de anarquía alegre y despreocupada.Y la presencia de las fuerzas aliadas occidentales era un aval de seguridad.
Era un privilegiado. Mi carnet de prensa me otorgaba vía libre en la RDA. Tenía además una “Grenzempfellung”, una “recomendación para facilitar el cruce de la frontera” que me concedió el ministerio de Exteriores. Era oficialmente un corresponsal extranjero.
Mi primer día en Berlín oriental fue sobrecogedor. Entré por Checkpoint Charlie, el paso reservado a diplomáticos, periodistas, militares, y turistas.
La ciudad había quedado congelada en el tiempo. Como si la guerra hubiera terminado ayer. Había muchos solares vacíos, los edificios se caían a trozos, estaban en ruinas. Había pocas casas nuevas. No lo podía entender.
Aquella primera vez visité los lugares más emblemáticos en Mitte: Alexanderplatz, Unter den Linden... Cuando regresé a mi casa, quedé ensimismado en esa cuestión extraña: había pasado el día en otra ciudad dentro de mi misma ciudad. Qué interesante. Dos Berlines.
Luego volvía a menudo buscando tema para mis crónicas. Quería respirar en la calle la atmósfera cotidiana. Me mezclaba entre la gente y recogía sus impresiones. Por ahí, encontraba a alguien amable y le hacía una entrevista. No me perdí los festivales de la juventud o las marchas del Primero de Mayo.
Siempre comparé la RDA con una colmena. Esa fue la impresión que tuve todo el tiempo. Cada abejita aportaba su pequeña porción de miel a una gran colmena gigantesca de 17 millones de personas. El Estado estimulaba la moral marxista-leninista. Era un país más chico que la otra Alemania y tenían terror de que en algún momento se los comieran. Pero se sentían seguros, sabiendo que tenían el respaldo de la Unión Soviética y de los países del Pacto de Varsovia.
Todo estaba subvencionado. Esa fue la causa fundamental de su bancarrota. No pudieron cubrir esos gastos indefinidamente hasta que comenzaron a quebrar en los ochenta. Recuerdo una vez, comiendo en el departamento de unos amigos, nos pasamos la noche en pleno invierno con las ventanas abiertas. Y es que la calefacción central no se podía regular. Estaba altísima y era gratis para todos. Todo un despilfarro.
Era un país extraño. La televisión occidental contaba una cosa y la oriental decía lo contrario. Eran dos cosmos en eterna disputa. Pasabas de un canal al otro y el mundo era otro. Era tremendo. Esquizofrénico. En el año 89 aumentaron mis coberturas periodísticas. Algo se movía en la RDA: comenzaron las protestas.
Uno de los grandes detonantes fue el fraude electoral de las elecciones municipales de mayo. Solo se podía elegir una única lista cerrada presentada por el partido comunista (SED) y muchos se abstuvieron de votar. A la mañana siguiente, los diarios del Este titulaban: “Un 99,8% por ciento de la población nos apoya” . Para muchos estaba claro que se había hecho fraude.
Aquello fue la gota que rebalsó el vaso. No solo las elecciones no eran libres, sino que además falsificaban los resultados. Muchos, sobre todo jóvenes, estaban hartos y protestaron. El problema es que pocos días después ocurrió lo de Tiananmen en China y todo el mundo supo de aquel baño de sangre contra la población civil, especialmente estudiantes. Era algo que en la RDA, otra dictadura socialista, podía repetirse. Y eso, asustó mucho a la gente.
En todo caso, la semilla reformista ya estaba creciendo en el seno de la sociedad. Influyeron mucho las reformas que empezó a llevar a cabo Gorbachov en la Unión Soviética y aquella famosa visita de Reagan en la que frente a la Puerta de Brandenburgo expresó:
“Mr. Gorbachov teas down this wall” ("Sr. Gorbachov derribe este muro").
Todo era muy extraño. Sobre todo porque los dos se habían reunido unos meses antes en Reykiavik.
El tema estrella del verano del 89 fue el éxodo de germanoorientales a través de Hungría, que había abierto la Cortina de Hierro en su frontera con Austria. Muchos se fueron a veranear allí y escaparon. Otros miles se refugiaron en las embajadas de Alemania Occidental en Checoslovaquia y Polonia. Todos consiguieron llegar así a Occidente.
La tensión no dejaba de aumentar. En septiembre comenzaron las famosas marchas de los lunes en la universitaria ciudad de Leipzig, alrededor de la Iglesia de Santo Tomás. Allí comenzaron a reunirse los opositores. Las iglesias gozaban de un privilegio: en la RDA eran una demarcación a parte, territorio de Dios y de sus feligreses, y por lo tanto la policía no podía entrar.
La Iglesia fue caldo de cultivo del descontento con el régimen. “Vamos a juntarnos en la iglesia porque ahí no nos va a pasar nada y vamos a discutir”, decían. Se reunían cada lunes, y cada vez, se sumaban más participantes hasta que se lleno el templo . Ahí es cuando empezaron a salir a la calle. Al ver que eran tantos, el miedo comenzó a disiparse. Pedían más libertad, democracia. Allí nació el famoso grito:
“Wir sind das Volk!” (¡Nosotros somos el pueblo!).
La TV de la Alemania Occidental informaba sobre las protestas. La de la RDA, ni las mencionaba.
Más tarde llegaron las celebraciones del 40 aniversario de la RDA, el 7 de octubre. Se nos avisó a la prensa de que iba a tratarse de una gran fiesta. Nosotros estábamos muy atentos porque no nos imaginábamos cómo se podía llevar a cabo una celebración en medio de las protestas que crecían en toda la RDA.
La noche anterior, se hizo un gran desfile de las juventudes socialistas FDJ en la céntrica avenida Unter den Linden. Fue numeroso y todos portaban antorchas gritando consignas de lealtad a la RDA. Ahí pensé “Este sistema no caerá jamás”.
El día del aniversario, nos llevaron en un bus especial al Palacio de la República. En la sala mayor, Honecker pronunció su famoso discurso en el que aseguró que el socialismo y el capitalismo nunca estrecharían las manos y que el muro, iba a durar cien años.
Gorbachov era el invitado de honor. Todos estábamos curiosos por escuchar sus palabras. A ver qué decía. Y simplemente dijo que los problemas de Berlín los iba va a resolver Berlín.
“Qué flojo”, “no dice nada”, decían mis colegas.
Cuando terminaron los discursos, nos llevaron a la avenida Unter den Linden donde se iba depositar una corona de flores en el monumento a las víctimas del fascismo. Era un gran acto. Y allí llegaron con sus limusinas, todos los líderes con sus mujeres y escoltas. El primero que vino a los periodistas fue Gorbachov con su mujer. Y se puso delante nuestro. Habló en ruso y su intérprete tradujo:
“Qué quiere decir?”, nos preguntamos.
Saludó y se fue. Nos quedamos confundidos. Era todo poco claro. En aquel momento, nadie sabía todavía qué papel estaba jugando Gorbachov.
Cuando volvimos al centro de prensa vimos a un grupo de periodistas rusos del Pravda y del Izvestia, dos de los diarios oficialistas soviéticos más importantes. Y nos dijeron:
"Si quieren saber qué está pasando, vayan a la Gethsemanekirche. Hay es donde hay lío".
Así que junto a unos colegas, nos fuimos para allí. Cruzamos la Alexanderplatz y vimos una muchedumbre de gente que marchaba protestando hacia el Palacio de la República. Adentro los líderes comunistas festejaban custodiados por grandes medidas de seguridad.
La Gethsemanekirche, en el barrio de Prenzlauerberg, había sido ocupada y afuera centenares manifestantes gritaban con pancartas exigiendo libertad y democracia. Al cabo de uno minutos, la policía llegó con carros hidrantes y topadoras. Detuvieron a muchos. Fue una represión brutal. Todo el mundo decía:
"Cuando se acabe la fiesta va a venir el baño de sangre. Ya pasó en China, ahora va a pasar acá. Nos van a liquidar”.
La gente creía eso.
Al lunes siguiente se juntaron 70.000 personas en Leipzig. Lo bautizaron como “Tag der Entscheidung”, el día decisivo. Al otro fueron 160.000. Ahí ya fue cuando rodaron cabezas en la cúpula de la RDA: Honecker y otros miembros de la línea dura del Partido fueron destituidos y nombraron a Egon Krenz, como nuevo líder y a otros reformistas como Schabowski. Eran todos de línea “gorbachovista”. Con unas palabras tranquilizadoras el flamante líder aseguró: “viene un gran cambio (…) Vamos a construir una nueva RDA”. Pero el tema central seguían siendo los viajes al extranjero y el muro, y de eso no hablaron.
Entonces llegó el famoso 4 de noviembre. Un grupo de intelectuales, artistas y gente del teatro convocó una manifestación masiva en la Alexanderplatz. Acudió medio millón de personas. Ocupaban toda la plaza. Shabowski, quien se consideraba el “revolucionario” dentro de los reformistas, se subió a la tribuna central para hablar y le pitaron. También lo intentó Markus Wolf, ex-vicejefe de la Stasi, y también le abuchearon. La frustración se respiraba en todas partes.
Cinco días después todo saltó por los aires.
🎥 [Jorge fue uno de los periodistas que escuchó en vivo y en directo las palabras que dieron el tiro de gracia al muro de Berlín. Aquel 9 de noviembre, en la abarrotada sala de prensa de la RDA, a Hoenig le costó asimilar lo que el portavoz del gobierno comunista Günter Schabowski acababa de afirmar: que el muro se podía cruzar. "Inmediatamente".]
Yo había sentido la desesperación, el drama de los jóvenes de no poder salir. Pero me di cuenta de que era imposible reformar el sistema comunista por razones económicas porque la RDA estaba en quiebra. La frontera abierta era imposible a largo plazo. No se podía obligar a la gente a quedarse de un lado y no tener los beneficios del otro. Me alegré mucho por toda esa gente joven tuviera por fin una chance de cambiar su vida.
Sí. Cuando se acabó la fiesta, vinieron muchos problemas.
Fue impresionante poder entender desde dentro por qué esos regímenes herméticos no pueden durar. Al fin y al cabo. Solo se puede crecer en libertad.
🗺️📍 Checkpoint Charlie: La geolocalicación señala el paso fronterizo desde el que este periodista, fue testigo en primera fila, de la noticia que cambió la historia alemana, y la suya propia, para siempre.
En la actualidad vive en el barrio de Mitte. Disfruta su jubilación tras haber ejercido como periodista durante décadas en la capital alemana. Fue la primera cara visible de los informativos en español de la emisora Deutsche Welle.