Tenía 14 años cuando me mudé a Wannsee, en Berlín Occidental. Era 1946, plena posguerra, y una tía mía se había quedado viuda y necesitaba compañía. Su marido había muerto por una septicemia, probablemente contagiado por una avispa infectada por los cadáveres que aún se encontraban esparcidos por la zona.
Además, quería estudiar medicina y hubiera sido prácticamente imposible ingresar en una universidad en la zona de ocupación soviética, que abarcaba el lugar donde nací, cerca del lago Scharmützelsee. El resto de mi familia se quedó en ese lado, a pocos kilómetros de Berlín, y podía ir a visitarlos cuando quisiera, incluso después de que se fundaran oficialmente la RFA y la RDA en 1949. Todo eso se truncó en el verano de 1961.
El 13 de agosto de ese año, estaba de vacaciones en Castro-Urdiales, un pequeño pueblo costero de Cantabria, cuando por la radio anunciaron que la RDA había levantado un muro alrededor de todos los sectores occidentales de Berlín. No lo podía creer. ¡Tenía que ser una broma! Entonces, aún no sabía si podría volver a mi casa.
Tomé el coche y regresé a Berlín Oeste, temeroso de lo que me esperaba. Por suerte, pude cruzar la frontera entre la RFA y la RDA, y después atravesar el transit hacia Wannsee.
Peor suerte tuvieron unos amigos, que la madrugada en que levantaron el muro, estaban en el otro lado de la ciudad de fiesta. En su casa, en Berlín Este, tenían preparada la comida para el día siguiente, pero se quedaron con lo puesto, con la mesa montada al otro lado del muro.
Aquel verano ignoraba los años que pasarían sin poder ver ni a mi madre ni a mi hermano.
Sin perder la tradición, el verano siguiente volví a Castro-Urdiales y conocí a Gloria.
Me enamoré de Hans. Lo visité un par de veces en Wannsee, y en 1964 me casé con él, sin conocer casi nada de Alemania y sin hablar alemán. A la aventura. Las primeras veces no vi el muro, y cuando más tarde lo hice, tampoco me impactó. Como Berlín es tan grande, tiene tanto verde, y el muro pasaba muy cerca de nosotros, no era algo que llamara demasiado la atención.
Vivíamos al lado del muro. Si seguías nuestra calle hacia el oeste, empieza un bosque, y justo después llegas al puesto fronterizo sobre el puente Glienicke. El muro pasaba paralelo al cauce del río.
Aproveché mi pasaporte español para ir a Berlín Este a ver a mi suegra... ¡por primera vez! Sí, llevaba años casada con su hijo, pero, por culpa del muro, aún no la había conocido. Ella, hasta su jubilación, tuvo muy difícil poder cruzar a nuestro lado. Aquella primera vez fue inolvidable. Antes de ir, le pregunté a Hans durante varios días cómo era su madre. Fui con miedo. Iba a visitar otro país en mi misma ciudad.
Tuve que tomar un S-Bahn hasta la estación de Friedrichstraße, donde estaba el paso fronterizo. Tras el control de la policía y el cambio protocolario de 25 DM a 25 Ostmark, salí hacia Berlín Este. Había muchísima gente esperando. Levantaban el cuello para ver si reconocían a sus familiares. Fue difícil encontrarla, pero la encontré y nos fuimos a comer.
Desde ese día, cada vez que regresaba, quedaba con ella directamente en el restaurante de la Ópera Estatal, en Unter den Linden, cerca del paso de Friedrichstraße. De la carta, siempre pedíamos lo más caro, que creo que era el solomillo. Al final pagaba yo, y aún me sobraban marcos de la RDA. Era todo muy barato. El resto se lo quedaba siempre ella. Comprar cosas, aparte de libros, era difícil; todo era bastante horrible.
Aunque Berlín Este era considerado el "escaparate internacional de la RDA", donde estaban, en teoría, las mejores tiendas de ropa, nunca me compraba nada. Por pura curiosidad, visité el gran centro comercial de la Alexanderplatz —que sigue existiendo hoy en día—. Entonces se llamaba Centrum Warenhaus y me sorprendió ver las estanterías medio vacías, con poca variedad y todo de mala calidad. Imagínate, llegué a conocer personas que, cuando cruzaban al lado comunista, se vestían de forma sobria para no llamar la atención. Si sospechaban que eras Wessi, la gente te solía pedir que les enviaras cosas.
Cuando comencé a ir más a menudo, solía llevar chocolate, revistas, café y siempre latas. Sí, latas. Lo hacía para molestar. Estaba prohibido pasar envases herméticos a la RDA. En los controles fronterizos, cuando los guardias me registraban y me explicaban mil veces que no estaba permitido, hacía como que no sabía alemán para que me lo explicaran todo de nuevo. Me divertía así. Aunque, al final, me hacían rabiar a mí. Siempre me tocaba dar media vuelta y regalar las latas o dejarlas en algún lugar.
Al regresar a casa, pasaba por el Tränenpalast, el "Palacio de las Lágrimas". Le llamaban así porque frente a sus puertas siempre había gente llorando al despedirse. Era el último momento en que, antes de cruzar de nuevo el muro, familiares, parejas o amigos se veían, hasta la próxima visita.
Nunca olvidaré aquel intercambio de espías sobre el puente Glienicke, que, como mencionábamos, quedaba muy cerca de nuestra casa. Revolucionó el barrio.
La RDA iba a entregar al disidente soviético Sharansky —quien había pasado 9 años en un Gulag— a cambio de los espías checoslovacos Karl y Hana Koecher, por parte de la RFA. El intercambio estaba programado para el 11 de febrero de 1986, y fue el primero y el único de los tres que se hicieron con público.
Hacía muchísimo frío. Nevaba. En la víspera, me acerqué al puente en bici para ver qué se cocía. ¡Y vaya si se cocía! Había periodistas de todo el mundo. El intercambio era todo un acontecimiento internacional, con furgonetas de diversos medios. Estaban cocinando unos "Gulaschkanone" para todos los presentes. Eran enormes ollas humeantes con comida, como las de las cocinas de campaña que montan en los frentes de guerra.
Instalaron, además, espejos en algunos andamios para que los espectadores pudieran tener una mejor vista del puente. Había un cordón de seguridad de unos 30 metros.
El mismo día del intercambio, cuando regresaba a casa en coche, me topé de casualidad con el convoy de los norteamericanos, escoltado por la policía alemana, con Sharanski ya a bordo de uno de sus coches. Fue muy emocionante.
Exceptuando los tres intercambios de espías que se hicieron sobre el puente de Glienicke, normalmente en los alrededores de nuestra casa, en el barrio de Wannsee, no ocurría nunca nada. No había ni farolas. Más allá de unas pocas villas y una cabina telefónica, casi todo era y sigue siendo bosque. Por aquí, al ser una zona tan alejada del centro de Berlín y en la frontera con la RDA, solo veíamos pasar a los aliados.
Cuando nuestras hijas eran jovencitas y volvían de algún festejo, iban con sus coches hasta el puente, ponían la música a todo volumen y bailaban delante del puesto fronterizo. Los guardias siempre les pedían que se fueran a dar la lata a otro sitio. También fue el lugar donde hicieron sus primeras vueltas conduciendo porque nunca había tráfico.
A partir de los setenta, Hans y nuestras hijas ya podían cruzar al lado oriental con los famosos Berlín Oeste que permitían visitar la RDA o Berlín Este en ocasiones especiales como navidad o pascua. Se comenzaron a otorgar en la navidad de 1963 y se facilitaron en masa en la década de los 70.">Passierscheine y visitar tanto a la abuela como a mi cuñado, el hermano de Hans, que vivía con su familia en Potsdam, en territorio de la RDA.
Los Berlín Oeste que permitían visitar la RDA o Berlín Este en ocasiones especiales como navidad o pascua. Se comenzaron a otorgar en la navidad de 1963 y se facilitaron en masa en la década de los 70.">Passierscheine eran como una especie de visado. Teníamos que pedirlos en una oficina en el barrio de Steglitz, aunque también había otra en la estación de Bahnhof Zoo. Se notaba que los funcionarios eran ciudadanos de la RDA. Iban uniformados con unos trajes marrones y siempre tenían la misma expresión seria en la cara. Los traían por la mañana desde el otro lado del muro y se los llevaban a las cinco de la tarde de vuelta a casa.
Recogíamos los visados tres días más tarde. Siempre nos lo aceptaron. Ten en cuenta que era una entrada de divisas. Todos tenían que pagar al acceder a la RDA. Nosotros desembolsábamos un total de 80 DM: 25 cada uno y 15 por cada una de nuestras hijas. Con esos 80 DM transformados en 80 Ostmark de la RDA, las dos familias podíamos comer muy bien en cualquier restaurante en Potsdam.
Mis cuñados en la RDA eran un contacto directo con la realidad política de ese otro lado del Telón de Acero. Y ellos con la nuestra. Casi siempre hablábamos sobre política. Al principio, por lo bajini, pero al final de los ochenta, ya no tanto. La gente no aguantaba más.
Eso sí, cuando llegábamos a su casa, mi cuñada Anne miraba siempre en todas partes. Temía que les hubieran instalado micrófonos. Estaba un poco paranoica. Sobre todo después de que unos vecinos suyos hubieran huido a Occidente un día por sorpresa. En casos así, la Stasi buscaba cómplices o posibles seguidores entre los vecinos.
Sin la garantía total de no estar siendo vigilados, mis cuñados se desahogaban con nosotros cuando hablaban de política. Lo que más les atormentaba no era tanto la falta de cosas materiales, sino la falta de libertad. Y lo que más rabia les daba era que trataran de manipular a sus hijos.
En el colegio, mis sobrinos tuvieron que ser los mejores estudiantes para poder acceder al bachillerato. No les quedaba otro remedio. Mis cuñados no estaban afiliados al partido oficialista del SED. Ellos eran una especie de "enemigos del sistema" por pertenecer a la Iglesia protestante, que no estaba bien vista en la RDA. Lo que pasa es que eran muy útiles para el sistema: él era ingeniero y ella, médica, y hacían muy bien su trabajo.
Corrieron lágrimas cuando mi sobrina Christiane se quiso matricular en Medicina y no le aceptaron, a pesar de tener unas notas fantásticas. En la RDA, para acceder a los estudios universitarios, debías pasar por una especie de comité escolar, y ella no lo pasó.
El enfado de mi hermano fue tal que incluso le escribió una queja al presidente Erich Honecker. A raíz de eso, consiguieron una cita con una funcionaria que les ofreció, en su lugar, que estudiara Odontología. Mi sobrina lo asumió a regañadientes, porque su sueño era estudiar Medicina, como su madre.
¿Por qué no se lo dieron? Más tarde nos enteramos de que tenía varias manchas en su expediente civil secreto, el famoso Akte que todo ciudadano de la RDA detentaba desde aproximadamente los 14 años. En ese informe, quedó registrado “en rojo” que durante la asignatura obligatoria de Defensa Nacional, la llamada Landesverteidigung, mi sobrina se negó a disparar a un muñeco.
En el documento, sentenciaron que era “poco fiable” para la defensa del país. También criticaron una redacción que escribió en el instituto en la que denunciaba el maltrato al que estaban sometidos los minusválidos en la RDA. Ella conocía bien el tema porque su madre, mi cuñada, estaba especializada en parálisis cerebrales.
Aquello fue la gota que colmó el vaso, y se plantearon seriamente salir del país. Era 1987 y un amigo español, que tenía contactos en el gobierno, les procuró una entrevista con Wolfgang Vogel, el abogado de la RDA que gestionaba los permisos de salida importantes. Todo pasaba por él. Era famoso porque conducía un Mercedes dorado y participaba en los intercambios de espías.
Las conversaciones llegaron a un callejón sin salida cuando mi cuñado dijo que trabajaba como ingeniero en algunos proyectos con la Unión Soviética en el norte de Berlín. Vogel le preguntó si había firmado un documento de confidencialidad como "portador de secretos". Y ese era el caso. Entonces, Vogel le dijo que si deseaban ir a la Alemania Occidental, tenían que anular, sí o sí, ese papel. Vogel era un mediador, pero no podía pasarse de la raya. Al final, se resignaron.
La que no aguantaba más era mi sobrina. Como te decía, estudiaba Odontología y estaba harta, tanto del sistema político como de los pocos recursos técnicos que tenía la Universidad Humboldt, donde cursaba sus estudios. Urdimos un plan para que, al menos ella, se escapara. Te cuento.
El 1 de junio de 1989, mi suegra cumplía 80 años. Ella ya se había mudado a vivir con nosotros tras su jubilación y residía en una residencia porque padecía párkinson.
Entonces, le sugerimos que pidiera un visado para asistir al "cumpleaños redondo" de su abuela. Se lo concedieron tanto a ella como a mis cuñados. Mi sobrino tuvo que quedarse en la RDA. Lo hicieron a propósito para que les aceptaran el visado. Era como una especie de rehén. Una familia entera no podía irse al otro lado.
Mi sobrina se trajo solo un camisón y su clarinete. No podía parecer en ningún caso que estaba huyendo del país al pasar por el control fronterizo.
Sus padres, sin embargo, no lo tenían tan claro. La celebración en nuestra casa se alargó hasta las tres de la mañana. Estábamos debatiendo sobre la huida de mi sobrina.
Nosotros: “Te quedas”.
Mi cuñado -que es un poco cagado-, decía: “no te quedas”.
Estaba sobre todo preocupado por las consecuencias que les acarrearía. Temían que no les permitieran salir nunca más del país como represalia.
Al final, mi sobrina decidió apostar por su futuro y se quedó con nosotros en Wannsee. Ellos, nada más regresar, fueron al piso de Christiane en la Schonhauser Allee de Berlín Este, recogieron lo que pudieron y denunciaron su huida a la policía.
Fue la única forma de evitar que las autoridades pensaran que habían sido cómplices de la fuga de su hija. Precintaron el piso y nunca más volvieron. Por suerte, no tuvieron ninguna represalia por parte del sistema, y mi sobrina acabó licenciándose como odontóloga en Occidente, donde le ha ido muy bien.
Aunque, claro, todo aquello ocurrió solo unos meses antes de la caída del muro...
🎥 [El 9 de noviembre de 1989, ni Gloria ni Hans podían dar crédito a la noticia que abrió el informativo de la noche: el muro de Berlín había caído sin que se derramara una sola gota de sangre. Al vivir a pocos metros de un puesto fronterizo, esta pareja germano-española experimentó "absolutamente alucinada" cómo, de la noche a la mañana, comenzaron a llegar masas de gente a su tranquilo barrio de Wannsee.]
Tras la apertura del muro, comenzaron a llegar masas de gente a Wannsee desde la vecina Potsdam. Lo hacían, generalmente, a través del puente Glienicke. A medida que iban pasando, los vecinos abrían mesas de camping delante de sus casas y les ofrecían pasteles o café. También llegaron camiones con plátanos y flores para los recién llegados.
Al caer la tarde, y después de visitar Berlín (estaban locos por ver la Kudamm), la mayoría daba media vuelta y regresaba hacia la RDA. El problema era que la administración de Berlín Occidental no había dispuesto suficientes autobuses para trasladar a todos esos germano-orientales desde la estación de Wannsee hasta la frontera con Potsdam, que está a unos 3 o 4 km. Muchos, resignados, volvían caminando. Más de una vez me ofrecí voluntariamente a acercar a la gente hasta el puente.
Uno de esos días, al volver a casa, recordé que ese año Hans había dicho, convencido, a unos amigos:
"Yo no entiendo que un país vaya a estar toda la vida dividido como está Alemania. Algún día tiene que unirse".
Y le contestaron:
"Hans, eres un Quijote".
Y al final, tenía toda la razón.
📍🗺️ Wilhelmplatz, Wannsee: La geolocalización marca el barrio berlinés en el que transcurre casi toda la historia de Gloria y Hans. Allí, muy cerca del famoso "puente de los espías", se encuentra, aún hoy, su domicilio. Una pareja de lucidez envidiable, a la que desde aquí agradecemos que nos abriera las puertas de su casa y el baúl de sus valiosos recuerdos.