La política siempre estuvo presente en mi vida porque mis padres, además de ser profesores, eran conocidos por ser artistas disidentes en la RDA. Crecí escuchándolos quejarse del sistema en reuniones clandestinas en Fráncfort del Óder, donde nací (en el extremo este de la Alemania del Este, casi en la frontera con Polonia). Tras la reunificación, me enteré de que habían sido informantes de la Stasi. Pero eso es otra historia.
Como casi todos los niños nacidos en la Alemania dividida, crecí en un mundo en el que la intensidad semántica de la Guerra Fría y la fatalidad de una eventual guerra nuclear nutrían nuestros días.
En educación física lanzábamos granadas de mano para los ejercicios de tiro, y en matemáticas usábamos estrellas rojas o cañones para aprender a sumar.
Siempre quise estudiar criminología. Sacaba buenas notas y me pasaba el día leyendo novelas policíacas. Era una de las pocas de mi clase con posibilidades de acceder a la universidad.
Pero, poco antes de comenzar el Abitur, el bachillerato, supe que el sistema nunca me iba a consentir cumplir el sueño de matricularme en criminología.
¿Por qué? Muy simple: tenía familia en Occidente. Mi abuelo vivía en Colonia, en la Alemania Occidental, y para la RDA era demasiado arriesgado permitirme ocupar un puesto en la policía criminal. En aquel sistema asfixiante y doctrinal, solo aquellos "libres de pecado" podían acceder a cargos que requirieran algo de responsabilidad.
Era injusto. Estaba perdida y enfadada. No sabía qué hacer y, en ese momento, una vecina me sugirió estudiar una formación en la estatal ferroviaria “Reichsbahn” (hoy la Deutsche Bahn). El curso se impartía en Berlín Este, donde además vivía mi abuela con su novia. Sí, has oído bien. Ella era la exmujer del abuelo de Colonia. El estudio no me llamaba especialmente la atención, pero era una oportunidad estupenda para salir de mi pueblo y vivir en la capital.
Aquel verano de 1989, la gente de la RDA vivía una montaña rusa de emociones. El país era escenario, cada vez con más asiduidad, de protestas contra el gobierno. Quejas que se amplificaron gracias al enojo generalizado, y las iglesias, caldo de cultivo de la oposición, jugaron un papel clave. Yo las viví de lleno en Gotha, Turingia, también en la Alemania del Este, donde, antes de mudarme a Berlín, visité a mi otra abuela..
Allí conocí a un grupo de artistas y músicos antisistema que vivían como okupas en una casa. Me hice novia de uno de ellos. Entre los insurrectos había los que querían irse del país y otros, como nosotros, los “reformistas”, que deseábamos quedarnos para cambiar las cosas desde dentro. Era la única forma de hacerlo.
Formábamos parte de los que, en las marchas, cantaban “WIR BLEIBEN HIER!” (“¡Nosotros nos quedamos!”), en oposición a los que cantaban “Wir wollen raus” (“queremos salir”, o básicamente, viajar a Occidente).
Un día, mientras estaba de visita, la policía nos hizo una redada en aquella casa. Éramos chavales melenudos, con crestas, tachuelas en la ropa y mirada desafiante contra cualquier tipo de autoridad. Vinieron porque escuchábamos la música muy alta o simplemente para husmear. En la cocina había colgado un enorme póster de Lenin y una bandera de la RDA. Los agentes lo vieron como una bravuconada. Se pensaban que lo habíamos hecho aposta para mofarnos de esos símbolos. Algunos de nosotros acabaron siendo detenidos e interrogados.
Aquel era un ambiente electrizante. A finales de los ochenta, nos evadíamos con el punk y el rock. Como era tan caro comprar casetes originales en el lado oriental del muro, teníamos que apañarnos con lo que había: grabadoras y la radio.
Nos salvó la vida el programa radiofónico “Parocktikum” que se emitía un par de horas cada noche en la emisora juvenil de la radio estatal DT64. En aquel programa no solo pasaban canciones de grupos autóctonos como Feeling B (los que luego montaron Rammstein), Die Art, Die Anderen, sino también música del otro lado, como los Rolling Stones, Michael Jackson o los Sex Pistols, que hasta la década de los 80 fue considerada como droga envilecedora del extranjero no socialista.
Grabábamos las canciones directamente de la radio. La calidad era horrible y a veces se escapaba la voz del moderador. Pero era gracioso porque toda la chavalada de la época escuchaba Parocktikum y tenía los mismos casetes con las mismas canciones grabadas en el mismo orden.
El final de aquel verano fue horrible. Sin decir nada, mi novio y otros miembros del grupo huyeron a Hungría y jamás regresaron. Era cuando la RDA se desangraba demográficamente a través de sus embajadas en Praga o Budapest con gente de los “wir wollen raus”. No avisaron ni a familiares ni a amigos para que su huida no nos arrastrara a un hipotético interrogatorio con la Stasi. Esa gente ya no iba a poder volver al país y, de algún modo, era como si para mí hubieran muerto.
Nunca más supimos de ellos. Estaba doblemente dolida: por un lado, habían traicionado nuestros valores y, por otro, me sentí abandonada. Aquel chico me dejó el corazón hecho trizas.
Lo reconozco, en aquella época era joven y muy dogmática. Lo que tenía claro era que el capitalismo no era un sistema válido ni deseable. Esto, a pesar de repudiar el socialismo que nos vendía la RDA en forma de dictadura. Queríamos crear algo nuevo, tener más oportunidades, más libertades.
Cuando, aquel otoño de 1989, llegué a Berlín para comenzar mis estudios en la Reichsbahn, como te decía, me sentí, por primera vez, totalmente libre. En las calles se respiraba una enorme inquietud. La ciudad estaba llena de pisos francos y sótanos, que eran escenario diario de reuniones donde el tema estrella era la reforma democrática de la RDA.
La ciudad vibraba con un palpitante espíritu de cambio. Sobre todo en las iglesias, como en la Zionskirche o la Gethsemanekirche, donde la gente de la recién fundada plataforma Neues Forum organizaba casi diariamente charlas, encuentros y manifestaciones a favor de la liberación de presos políticos y de la renovación del país. Por aquel entonces, Neues Forum aún no estaba legalizada como organización.
Un día, durante una clase, uno de nuestros profesores, un ferviente comunista, comenzó a criticar todos los movimientos cívicos reformistas e insinuó que no tenían sentido, ya que en la RDA supuestamente existía la posibilidad de discutir sobre política de forma libre.
Entonces me levanté y le pregunté:
“Si eso es así, ¿por qué Neues Forum sigue sin ser reconocida como plataforma?”
Me pidió que me marchara de clase. Al instante, todos mis compañeros amenazaron con secundarme si eso ocurría. Y se vio obligado a tragarse sus palabras.
Estoy convencida de que ese tipo hubiera comenzado una batalla contra mí e informado a instancias superiores si no fuera porque, un mes después, cayó el muro de Berlín.
En el 40 aniversario de la RDA, el 7 de octubre de 1989, nuestra clase, como todas las demás, fue obligada a marchar en los desfiles militares en conmemoración de la fundación de nuestra república socialista. Fue horrible. Primero, por las horas que pasamos en la Karl Marx Allee ensayando la forma en que debíamos saludar a los líderes al pasar por la tribuna.
Segundo, porque me perdí el encuentro de movimientos opositores en la Gethsemanekirche al que quería acudir. Aquel día, en Berlín, se congregaron centenares de indignados, quienes aprovecharon la presencia de Gorbachov en el evento para gritarle el descontento que se cocinaba en la RDA. Especialmente ese día, algo que no me pasó desapercibido fue la alta presencia de agentes de la policía secreta, al acecho en las ventanas y en los tejados de los edificios. No era difícil suponer que iban armados hasta los dientes.
🎥 _[Franziska se pasó el 9 de noviembre de 1989 en la cama, enferma. Al dolor físico se le sumaba un gran desconsuelo amoroso. Hacía poco que su novio había traicionado sus ideales y huido a Occidente. La noticia de la caída del muro le supuso un torbellino de emociones desgarradoras]._
Tras más de 30 años desde que llegaron los anuncios de Coca-Cola y McDonald's a la Alemania Oriental, puedo decir que no me ha ido tan mal. Sin embargo, y como habrás entendido por todo lo que te he contado, el capitalismo como sistema económico jamás fue un objetivo. Al principio, me aterrorizaba muchísimo. Creía con todas mis fuerzas en la lucha por una tercera vía hacia un socialismo justo y democrático.
Cuando nuestro mundo desapareció tras Die Wende, tuve suerte. Pero fue por el simple hecho de ser joven: no me costó encontrar trabajo y desarrollar una vida medianamente normal. No es el caso de muchas otras personas que, por edad y otras condiciones, de la noche a la mañana se vieron excluidas de la sociedad. Hubo gente de más de 40 o 50 años que perdió su trabajo y jamás volvió a encontrar uno. Otros fueron forzados a salir de sus pueblos para desplazarse a las grandes ciudades a buscarse la vida. Nuestra forma de existencia se desvaneció a pasos agigantados, sin que nadie nos preguntara si eso era lo que realmente deseábamos.
Fue un impacto muy duro, una especie de guerra contra toda una sociedad que, en mi opinión, aún se está reponiendo del golpe.
🗺️📍 Schöneweide: La geolocalización de este relato señala el barrio de Berlín Este en el que Franziska vivía con su abuela en 1989.