Llegué a Berlín Oeste en 1981 con solo veinte años. Huía del olor a alcanfor del pueblo en el que crecí en la Selva Negra. Soñaba con irme lejos de allí, estudiar politología y comenzar una nueva vida. Berlín no solo me gustaba, me entusiasmaba. Ya la había visitado y sabía que algún día acabaría radicando mi culo de mal asiento en esa extravagante ciudad. A principios de la década de los ochenta, había tres "mecas" principales a las que los jóvenes se dirigían para estrenar sus vidas: Múnich, para los pijos; Hamburgo, para los snobs y neoliberales; y Berlín, para las "almas libres", como yo.
El muro me daba absolutamente igual. Sí, era un tostón toparme todo el tiempo con "calles sin salida", pero eso hacía a la ciudad caprichosa y especial. La llamábamos "Der Insel der Seeligen" ("la isla de los afortunados"), cuyos habitantes parecían siempre estar en las nubes.
En Berlín Oeste los chicos no estaban obligados a hacer el servicio militar y eso provocó un efecto llamada para muchos jóvenes de todo el territorio de la Alemania Occidental, que por evitar coger un arma decidían encerrarse durante sus mejores años de juventud en una ciudad “amurallada”. Había para elegir: hippies, artistas, rockeros, pacifistas, que en el fondo eran las "ovejas negras" de su familia abanderando "rebeldía" y eso, me chiflaba.
Espera, espera... obvié un pequeño detalle: a Berlín no llegué sola. Lo hice con mi novio del pueblo. Condujimos 10 horas sin parar en un furgón repleto de ropa y muebles que había heredado de mi abuela. Ya habíamos acordado un alquiler por teléfono en el barrio de Kreuzberg, pero cuando llegamos, el arrendador nos dijo que le había entregado el piso a otras personas.
La primera en la frente. ¡Vaya bienvenida! Un absoluto desastre. Aprendí muy rápido que, lejos de la rectitud alemana, Berlín fue, es y será siempre muy sui géneris: no hay formalidades ni promesas que valgan.
Por fortuna, encontramos un piso con un contrato temporal en Moabit, que por entonces era un barrio muy guay. Pero a mi chico no le convenció. No quería vivir en este caos de ciudad. Así que cogió la furgoneta, dio media vuelta y regresó al pueblo. ¡Me dejó sola el maldito!
Y eso no quedó ahí. Cuando abrí por primera vez el armario de aquel piso en Moabit, me topé con una extensa colección de polaroids de gente anónima desnuda y escenas porno. Los vecinos me contaron que mi predecesor había sido un proxeneta. Era todo muy desconcertante y me sentía sola y asustadísima.
El desconsuelo me duró poco. Las nuevas amistades llegaron solas. Según algunas opiniones, incluso demasiadas, como las de las señoras mayores con las que compartía planta. Mi primer apodo berlinés fue “HWG”, Häufig wechselnde Geschlechtspartner, que literalmente significa "persona que cambia frecuentemente de compañero sexual". Una forma elegante de llamarme ramera. Como vivía al final del pasillo y ellas eran unas cotillas, se pasaban todo el día comentando cada visita que cruzaba el umbral de mi puerta. Pensaron incluso en denunciarme. ¿Te imaginas? Tuve que hablar con ellas y convencerlas de que los chicos que pasaban la noche conmigo eran SÓLO amigos.
Tal como había planeado, me matriculé en la carrera de Politología en la Freie Universität. Duré un semestre. Después lo pensé mejor e ingresé en una formación de arte dramático. Fui niñera de una pareja de actores, y gracias a ellos accedí al mundo del cine como actriz de doblaje. Soy el grito (en alemán) de una de las primeras víctimas de Tiburón 3.
No me costó mucho hacerme un hueco en la escena underground berlinesa. Todo el mundo empezó a reconocerme porque era muy llamativa. Vestía casi siempre de blanco o negro y llevaba sombreros enormes. Lo mejor de Westberlin era que a todo el mundo le importaba un pito cómo fueras vestida. Era el mejor lugar del mundo para disfrutar del anonimato, de la libertad sexual y en general, de todo tipo de libertades.
También trabajé en un cabaret: el desaparecido “Café Potsdam” en la Postdamerstraße. El local había sido previamente un bar de ambiente y habían preservado el mobiliario. En la sala trasera había una camilla ginecológica y en otra, una cama enorme con fundas de piel de tigre.
No te voy a confesar todas las fechorías que aquellas paredes atestiguaron, pero sí te puedo decir que muchos de nuestros clientes eran abiertamente masoquistas. A veces pedían que les mearan encima, que les quemaran cigarrillos en la piel o que los trataran como perros. Literalmente.
Algunas compañeras iban vestidas de lolitas y trabajaban, si querían, como chicas de compañía, pero no necesariamente tenían que consumar sexo con los clientes. Otras, como yo, las camareras, íbamos de dóminas, con huesos en los cinturones, y mucho maquillaje negro. A lo Siouxsie and the Banshees.
Tras la odisea inicial que todos los recién llegados a la ciudad deben atravesar, finalmente encontré un piso legendario en la Nollendorfstraße, en el corazón de la escena LGBT de Berlín. Allí comencé a codearme con gente que salía en portadas de revistas.
Uno era Blixa Bargeld el front man de una de las bandas de rock alemanas que más lo petaba en aquella época: los Einstürzende Neubauten. Blixa salía por entonces con mi compañera de piso Iris, y pasaba más tiempo en nuestra casa que en la suya. Lo conocimos mientras complementaba lo que ganaba en los conciertos con las propinas que recibía sirviendo cervezas tras la barra del Risiko, el antro por excelencia de las after-parties berlinesas de esos años.
Como comprenderás, aquel piso era un absoluto descontrol y, sí, salíamos prácticamente todas las noches a "quemar la ciudad".
La fauna nocturna quedaba normalmente en el Mitropa o en el popularmente conocido como Café M, cerca de la Wittenbergplatz (Goltzstraße, 33), un local raro y ecléctico que aún existe hoy en día. Allí, convivían los típicos clientes del lugar, personas bastante normales que tomaban café y leían el periódico, junto a personajes de la vanguardia queer, artística y "hype" de la época. Blixa Bargeld era uno de ellos. Al atardecer, solían poner vinilos de Sonic Youth a todo volumen, tanto que era casi imposible entenderse dentro del local. Y, en el fondo, nos daba igual. No íbamos allí para hablar...
Entrada la noche, peregrinábamos a pie hacia el Dschungel, el local de culto de la época, la contraparte berlinesa del neoyorquino Studio 54, ubicado en la Nurembergerstr. 53.
Como en el local de Manhattan, fuera languidecía siempre una interminable cola de pretendientes. Algunos esperaban horas bajo temperaturas siberianas para acabar siendo descartados en la entrada. Al igual que en el Berghain de hoy, los porteros tenían muy claro el tipo de público que querían: ni yonquis ni personas en chándal.
Yo salía con uno de los DJs del lugar, Micha, y logré conseguir uno de los codiciados llaveros VIP. Una llave directa al paraíso, sin tener que pagar ni hacer cola. De un grupo selecto de cuatrocientas personas, mi llavero era el número 54. Para alguien de mi escena en el Berlín de los 80, aquello era como poseer sangre de unicornio.
Dentro, se reunía la vanguardia de la ciudad y de fuera de ella: actores, punks, skinheads, roqueros, new wavers, gays, hippies y estrellas internacionales. Los numerosos espejos del lugar reflejaron las caras de Bowie, Nick Cave, Andy Warhol, Frank Zappa, Mick Jagger, Prince, Grace Jones, entre otros. Incluso pasó por allí Michel Foucault poco antes de morir.
Fue allí donde conocí a Depeche Mode y nos hicimos amigos. Cada vez que pasaban por Berlín, me llamaban. También era amiga de Die Ärzte, especialmente de su cantante, Farin Urlaub, con quien viajaba mucho.
Nos sentíamos como una fraternidad ecléctica, absorbidos por el ambiente art déco y exclusivo del local. Era el lugar perfecto para "ver y ser visto", ya fuera subiendo la icónica escalera de caracol hacia la planta superior donde servían cócteles, o tomando un “Sundae Courrèges” en uno de sus míticos sofás de terciopelo azul.
El dresscode por un tiempo fue ir con un deje retro a lo años setenta. Algunos vestían uniformes, otros de negro puro con maquillaje asimétrico, botas de goma, látex negro o alzacuellos, como Blixa Bargeld. Había quienes parecían líderes de alguna secta fetichista.
Lo habitual era poner cara de póker desde el momento en que te colocabas en la fila, y una vez dentro, no inmutarte si te sentabas al lado de Barbara Streisand. A mí, por ejemplo, me pasó con Nick Cave. Me daba absolutamente igual. "Hola, Nick", le dije, y me di media vuelta.
A veces llevaba unos juguetitos de plástico con forma de pene, a los que les daba cuerda y los ponía a correr por la barra. Me divertía ver cómo las expresiones indolentes de los asistentes se descomponían.
Se consumían muchas drogas. En el Dschungel se esnifaba coca, aunque estoy segura de que muchas veces era solo talco. En lugares como el Risiko, donde iban los que no entraban en el Dschungel, se consumía speed. Era más barato y te hacía aguantar toda la noche. Lamentablemente mucha de aquella gente no ha llegado hasta nuestros días. Es lo que pasa con las drogas. Por suerte, jamás fui consumidora ni de drogas ni, realmente, de alcohol. Aunque muchos estaban convencidísimos de ello. Y es que, podía bailar horas sin descanso. Así es como surgió mi mote "wilde Füßchen", piececillo salvaje.
Entonces, aún no existían las pastillas, al menos en nuestro Berlín. Se fumaban porros, se tomaba LSD, setas y opio. Y, sí, algunos se pinchaban heroína.
Por el piso de la Nollendorfstrasse se dejaba caer de vez en cuando, la escritora, ya archifamosa por entonces, Christiane F. (la autora de la novela “Los niños de la estación del zoo"). Por entonces, salía con uno de mis compañeros de piso, un americano llamado Kalle, quien trabajaba en Risiko.
Cuando Christiane se quedaba en casa, aparecían marcas de sangre en los espejos. Era tan inocente en ese entonces que buscaba miles de excusas antes de relacionarlo con las jeringuillas. Pensaba que Christiane se había rehabilitado, o al menos eso era lo que nos contaba. No comprendía su descenso a los infiernos hasta que, un día, me topé con su drama. En aquella época, además, el sida hacía su aparición.
Llego sin avisar y arrasó con toda la escena. Chicos jovencísimos caían como moscas. Lo viví muy de cerca porque muchos de nuestros vecinos eran gays. Fue horrible. Teníamos miedo. Pero no dejamos practicar sexo libre. Eso sí, gastándonos un dineral en preservativos.
La primera vez que visité Berlín Oriental fue en 1982. Crucé el muro con una amiga porque simplemente no teníamos nada mejor que hacer. Desde que pasé el control fronterizo con mi chupa de cuero, me convertí en el centro de todas las miradas. Era como ser una especie de exotismo para ellos.
Ellos también lo eran para mí. Su piel blanquecina y sus expresiones lacónicas combinaban perfectamente con el gris desvaído de las calles y el olor a carbón de los edificios marcados por la guerra.
Era un lugar sombrío. No había publicidad en las calles, ni luces de neón, ni grafitis, ni carteles a todo color. Hoy, aún le explico a mi hija que el socialismo borra los colores de las calles.
Se las arreglaban, como podían, para no usar nombres occidentales. Recuerdo que, al lado del Tränenpalast, había una hamburguesería donde las hamburguesas no se llamaban hamburguesas, sino “Grilletta”. Los jóvenes no llevaban “jeans”, sino “Nietenhose” (literalmente: pantalones con remaches).
En la Alexanderplatz conocimos a unos chavales con “Nietenhose”, pero que ellos, insurrectamente, llamaban “jeans”. Eran “punks”, o lo intentaban. A mí me daba la sensación de que iban disfrazados. Querían ser como nosotras y eso me provocaba ternura. Estaban súper emocionados por habernos conocido. Unas Wessis de verdad, como las chicas que salían en los videoclips o en las películas que probablemente veían cuando sintonizaban la televisión de la Alemania Federal.
Nos intercambiamos teléfonos y alguna vez conversamos. Uno de ellos me pidió que le enviara unas zapatillas Adidas. Era lo que más deseaba en el mundo. La última vez que traté de contactar a aquel chico, contestó una señora que me dijo que me había equivocado y colgó.
En el mejor de los casos, habría huido del país, aunque en aquella época aún era bastante difícil. En el peor, le habrían pinchado el teléfono y estaría en alguna cárcel de la Stasi o en el ejército como Bausoldat: “soldado de la construcción”. El escalafón más bajo en el que acababan los objetores de conciencia o los que coqueteaban con el enemigo capitalista. Jamás trabajarían en nada que conllevara el uso del intelecto. Llevaban la marca del traidor de la patria.
Con los 25 Ostmark que cambiamos para entrar y que teníamos que gastar obligatoriamente antes de cruzar el muro de vuelta al Oeste, nos compramos sujetadores, porque el resto de la ropa era bastante fea. Unos sujetadores que, por cierto, eran incomodísimos.
Otra vez, ya en 1989, volví a Berlín Este porque necesitaba recursos audiovisuales para un corto que estaba grabando. El plan era usar ese trabajo para solicitar una matrícula en unos estudios de dirección de cine. Me desplacé hasta el periférico barrio de Marzahn.
En el momento en el que saqué mi Super 8 y me puse a grabar a la gente en una estación de metro, me empezaron a gritar con su acento Ossi hasta que me echaron del lugar. Estaban convencidos de que era una espía industrial.
Al final no logré la plaza para ser directora de cine, pero sí para unos estudios de Relaciones Públicas en Bremen. El curso empezaba en noviembre de 1989. Aunque aquel año Alemania del Este estuviera hirviendo con manifestaciones y protestas varias, no les hice caso. Lo veía de pasada en las noticias. Para mí, como para la mayoría de la gente que conocía, no era relevante. Estábamos demasiado ensimismados en nuestra burbuja feliz con nuestras vicisitudes y nuestros pequeños dramas. Mi mayor preocupación, entonces, era organizar el traslado a otra ciudad.
El 1 de noviembre de 1989 cogí todas mis cosas y salí para Bremen. Nunca imaginé lo que la historia tenía preparado.
🎥 [Annette se perdió la caída del muro por los pelos. Fue cuestión de días. Se acababa de mudar a Bremen para comenzar unos estudios. El notición le llegó a través de una inesperada llamada de teléfono. Pensó que era una excusa]
De veras, en los 9 años que viví en Berlín Oeste, jamás pensé que el muro se fuera a caer algún día. Tampoco imaginé que encontraría mi primer trabajo serio en el Este de la ciudad.
Cuando terminé mis estudios en Bremen, entré a trabajar en el histórico Deutsches Theater como Relaciones Públicas del teatro. Fui la primera Wessi a la que contrataron en la institución. Mi predecesora fue despedida cuando, al poco de caer el muro, desclasificaron los archivos de la Stasi y se descubrió que había sido una informante del infame ministerio.
Comencé a trabajar poco antes de la reunificación. Y a sabiendas de que aquella transformación política iba a suponer muchas penurias en varios sentidos, mis colegas Ossis me echaban las culpas a mí. Claro, a la occidental. Y yo les aseguraba: “os juro que, justo en esto, no tuve nada que ver”.
Mi hija Anastasia tiene un padre del Este. Lo conocí en el Deutsches Theater, donde él también trabajaba. Viajamos mucho. Le enseñé el mundo que no había podido conocer hasta entonces por haber nacido en el lado de la historia donde todo había sido siempre "más gris". A Anastasia siempre le explicaba que si el muro no hubiera caído, ella probablemente no existiría. Un día coincidimos con Gorbachov en un evento cultural. Y ella —que sabía perfectamente el rol que tuvo Gorbi en la caída del muro—, me dijo que quería hablar con él. Me sorprendió porque aún era un renacuajo. Y con mucha convicción se dirigió al exlíder soviético y le dijo con desparpajo:
"Gracias por lo que has hecho, porque sino, yo no estaría aquí".
Por un lado, siento que tuve mucha suerte de haber podido participar en aquel experimento social, cultural y artístico que fue, durante unos años, Berlín Oeste. Aquella magia, lamentablemente, ha dejado de existir. Por otro lado, al caer el muro y vivir lo que llamamos "die Wende", tuve la oportunidad de formar una familia y ejercer un trabajo que me hizo muy feliz. Desde mi casa en Mitte (Berlín Este), en la que no he dejado de vivir desde los años noventa, te puedo asegurar que, aunque ya no exista aquella “isla de los afortunados”, sé que fui y soy una afortunada.
En esta historia, al menos yo, he salido "ganando".
🗺️📍 Nollendorfstr. 33: La geolocalización de la historia de Annette marca el domicilio en el que la joven punk vivió su época más salvaje en la ya desaparecida "isla de los afortunados".